4 de junio de 2007

Cita a Ciegas: Relato de Mariela


Toqué a la puerta de la habitación. Desde que subí al ascensor y recorrí el largo pasillo, mis rodillas temblaban y mi corazón palpitaba aceleradamente en una mezcla de nerviosismo y deseo. Tantas veces lo habíamos hecho, pero nunca nuestros cuerpos se habían complementado como sucedería aquel día.

Volví a tocar a la puerta, mientras acomodaba mis pantalones y sentía la hinchazón húmeda de mis labios abultando mi tanga. Busque la mejor cara; aquella que le pareciera más apetitosa a aquel desconocido que, a estas alturas, me tenía loca de deseo. Habían sido tantas conversaciones, tantos momentos de fogosidad intensa y un sin números de orgasmos, sin siquiera conocernos, que el deseo se olía a varios metros de distancia.

¿Cómo sería aquel anhelado encuentro? ¿Me pediría que acariciara mi coño,y le diera luego de mis dedos, a paladear el almíbar,que ya en ese momento encendía mis labios hasta volverlos una brasa?

Mis pezones endurecidos se podían ver a través de la polera que llevaba,y dejaban en evidencia aquel anhelo. El deseo y las ganas de ser poseída completamente por aquel desconocido.

El calor enrojecía mis mejillas desde que me duché, sin impedir el impulso de masturbarme bajo el chorro de agua, de acariciar mi clítoris para atenuar el fuerte deseo que subía por mi pecho al imaginarlo tendido boca arriba mientras yo cabalgaba salvajemente sobre él, mirando sus ojos profundos, abrazando con mi sexo el grosor de su verga magnífica, acoplándome a su forma de penetrarme a fondo, de chuparme y devorarme hasta el enloquecimiento, hasta alcanzar el grito de mi delirio.

Estaba decidida a darle también el delicado regalo de mi culo, el que cada noche yo imaginaba que sabía lamer y degustar, abriéndome las nalgas para irrumpir en su apretada estrechez con suavidad milimétrica y hacerme estallar de ansiedad y de lujuria.

Por fin se abrió la puerta. Aquel minuto de espera pareció una eternidad y ahí estaba él. Aquel hombre que ya me había dado más de algún fogoso regalo, estaba por fin parado frente a mí, tal y como lo había imaginado. Tal y como mi vagina húmeda lo deseaba. Sin mayores preámbulos, me lance sobre él…. Lo besé, como tanta veces lo había soñado, lo aprisioné contra mi cuerpo, y pude sentir su verga dura y deseosa, aquella que no conocía, pero me parecía tan familiar.

Me aleje, lo miré y comencé a desnudarme. M deseo era tal que ya no aguantaba ni un minuto más sin concretar aquel encuentro. Al fin y al cabo, nos habíamos puesto de acuerdo para follarnos. Ese era nuestro objetivo. Abrí suavemente la cremallera de mis pantalones, que se deslizaron por mis piernas hasta caer al suelo, me saque la tanga, que a esas alturas ya estaba empapada, y sentí su mano tibia rozar mi clítoris. Eran sus manos, las que había anhelado cada día frente a la pantalla del computador, las mismas que imaginaba me tocaban cada vez que me masturbaba en la soledad de mi casa. Pero ahora eran reales, estaban ahí, frente a mí. O más bien dicho, dentro de mí.
“Estas mojada” dijo, con su voz entrecortada. Me alejé y me acosté en la cama. Sí, estaba mojada, lo comprobé al hundir mis dedos en mi vagina, anegada de espesa dulzura. Me acaricié, sabiéndome cubierta por el deseoso calor de su mirada; abrí aún más las piernas, para permitirme entrar y salir, con todo la holgura del mundo. No lo podía creer, por fin me masturbaba frente a sus ojos, tal y cómo lo había soñado.

Pero mi deseo iba más allá, anhelaba por sobre todas las cosas chupárselo, todo, como tantas veces se lo había escrito. Me arrodillé y lo encontré. Ahí estaba, todo para mí… y para mí sola. Duro y deseoso. Me había mirado masturbarme, cosa que lo tenía casi a punto de estallar. Lo tome con mis manos, lo miré y lo admiré, y me lo introduje todo a la boca. Lo chupé a mi antojo, pasé la lengua por el glande húmedo una y otra vez; degusté cada centímetro de aquella verga que tanto había deseado. Pasé mi lengua por el borde del glande… bajé y pude saborear su escroto, que palpitaba como si tuviera algo que decirme. Estaba a punto terminar...no se lo impedí; lo deseaba tanto o más que él. “Échalo en mi boca” le dije, como él quería, mentras su fogosa verga, entraba y salía de ella a punto de estallar.
“ Ahí viene”, susurró, cuando por fin sentí la fuerte descarga rozar mi lengua. Comencé a saborearlo, a sentirlo, y lo dejé scurrir por mi boca, mientras mis dedos, lo esparcían por mi cara y mis pezones ávidos de deseo.

Pero nuestro encuentro no terminó ahí. Este hombre, aquel que me tenía convertida en la mujer más ardiente, me miro con los ojos de la pasión y comenzó a besarme suavemente. Besó mi cuello, pasó su lengua por mis pezones y recorrió mi cuerpo con su boca, sentí que aquel encuentro no terminaría nunca. Masajeo mis senos con ambas manos; lo hacía muy bien. Siguió besando todo mi cuerpo, pasó por mi ombligo y ya por fin estaba ahí, en mi coño, que anhelaba sentir su lengua. “Lámeme”, repliqué y sentí como comenzó a saborear mi clítoris. Sólo veía su cabeza sumergida y disfrutando cada centímetro de mi vulva jugosa. Yo abrí más mis piernas, y él introdujo uno de sus dedos en mi ano: un escalofrío se apoderó de mi cuerpo, hizo temblar mis piernas y lleno la boca de mi amante del verdadero jugo del deseo.

Ahí quedé, tirada en la cama, acompañada por la mirada penetrante de aquel hombre que me había hecho vibrar. Miré su verga, que pedía a gritos entrar en mí. No me pude aguantar, parece que mi cuerpo se encendía nuevamente. "Penétrame", le dije con voz dulce y casi pidiendo por favor. Sentí su cuerpo posarse sobre el mío, no se escuchaba nada más que su respiración entrecortada y mis gemidos de placer. Ahí estaba, por fin sobre mí, taladreándome vigorosamente.

"Voy a terminar", susurré... "Espera, hagámoslo juntos", dijo; luego sentí como mi vientre se inundaba de su espeso manjar y al mismo tiempo decía presente aquel escalofrío que dejaba mi cuerpo lánguido y cubierto de satisfacción. Era el mejor final que nos podíamos regalar. Cruzamos nuestra mirada cómplice de esta aventura que por fin nos tenía tirados sobre aquella cama extraña, pero que desde hoy conocía nuestro secreto mejor guardado. Se me acercó y sonriendo susurró en mi oído: “Te dije que no me iba a morir sin pegarme un polvo contigo”.